Caballero R. Ricardo
I.
¿Qué es el arte puro para la conciencia Moderna? Es crear una
magia sugestiva que contenga a la vez el objeto y el sujeto, el
mundo exterior al artista y el artista mismo”.
Jean-Paul Sartre. (Baudelaire/ 1947)
Era sencillo el plan de Diego Romano, joven escritor que apenas
le cae el veinte en años. Era hijo de un respetable conferencista especializado en las disciplinas que motivan a la antropología a ser algo más que un gusto del humano por el
hombre. De una madre que nunca tuvo conocimiento, debido a las
reglas del padre, que, ausente con frecuencia, confío la
crianza de Romano a Magdalena, una intrépida inmigrante de
Chile, que podía cantar en tres idiomas la Marsella, sin perder
el tono. Se aseguraba de que el niño no se lastimara con juegos
tan peculiares como “el pirata”. El chico contaba hasta cien,
en lo que Magdalena escondía chocolates en el basto patio con
el que contaba la casa tan llena de muebles como vacía de
personas, para que el niño vendado de un ojo busque el tesoro.
El plan contaba con dos pasos. Primero, visitar a Ernesto un
amigo de la infancia, quien tuvo el ingenio de mandar al diablo
títulos y doctorados, para dedicarse a crear esculturas que regalaba a los gobernadores de poblaciones escondidas, con la única petición que en lugar de su nombre, como autor
escribieran “Donato de Michoacán”, absurdo, pero suficiente
para que en Papantla o en Iztapalapa, se encontrasen esculturas
de Simón Bolívar danzando alegre con La Corregidora, o una simple piedra con un minúsculo letrero que dice: “Hecho en México, Tláloc el que hacía llover”.
De ahí, Romano, como lo llamaban la mayoría, partiría con tiempo suficiente para mudarse de ropa y asistir a la cita de trabajo que consiguió después de meses de estar molestando a don Germán, encargado en jefe de la nota roja menos amarilla
del país. Este tenía reglas inusuales: Prohibido especular en función de darle a la nota un toque novelesco, jamás mencionar el nombre de víctimas, no reproducir ni describir de ninguna
manera el deceso o la tragedia que está cubriendo la nota; En fin, desmantelaba la escuela que ha sido base de la nota roja desde que era apenas una gota de sangre que salpicaba una rotativa Koenig & Bauer recién salida de la fábrica.
El camino a la casa de Ernesto era interesante para Romano, la
aventura de abordar y transbordar en aquel envase anaranjado que contenía el caos y el olor a gloria de un pequeño pero atiborrado distrito.
Le daba un cierto panorama de lo que desde hace muchos años quería trasladar a un pequeño verso, en algún momento dicto al aire “A mi gente no le odio, pero me daña el corazón”. En otra ocasión, después de discutir con un mendigo por no quererle
comprar un paquete de chicles, gritó “Es que somos muy pobres, aquí todo va de mal en peor”. Pero a los minutos se sentía estúpido, pensaba que, quien fuera capaz de juzgar su origen,
sabría qué preguntar a eso que, lánguidamente, llamaron Dios.
A unas cuadras de su destino se topó con el Chueco, amigo de
aquellos dos bribones de oro, como él los llamaba. Era curiosa
la mente de este joven que nació en una trajinera de la que
eran dueños sus padres; nunca les reveló su nombre. Cuando insistían con determinación, el Chueco decía: “¡Ya les dije que me llamo como la trajinera, pendejos!”.
Fuera de eso, desde que lo salvaron de una linchada se volvió el tercer mosquetero, aunque optaron por ser un cuarteto, pues aun siendo tan diferentes todos estuvieron de acuerdo en que existía un cuarto miembro, ente que después llamaron “Dot”, por su significado en inglés, mismo idioma que enseñaron al Chueco en una sentada. Cada tanto lo ponían a prueba, en una ocasión le obligaron a ayudar a tres diferentes turistas a llegar al lugar que se dirigían, en cuanto termino la tarea demostró que había cumplido, pues ya cargaba con la cartera de un holandés, de una japonesa de buen ver y de un Gringo que se llamaba Dick, todos rieron cuando le tradujeron al Chueco el nombre del pobre hombre de Chicago.
Los dos se encaminaron a la casa de Ernesto compartiendo un cigarro “Delicado”, si era de otra marca el Chueco lo quebrada y al que lo sacaba no lo bajaba de “joto” hasta despedirse; A unos pasos de la casa notaron que el portón estaba abierto de par en par. Esperaron un momento y con precaución entraron
pegados de espalda a espalda, intuían que algo grave había sucedido y que no existía mejor momento para adoptar técnicas policiacas que vieron en un programa de televisión. Cuando se
esparció el eco de la voz de Romano preguntando por su amigo en la amorfa casa, un grito gutural, sin palabras reconocibles los dirigió a la habitación de Ernesto. El joven escultor se hallaba bañado de sangre arrodillado en medio de una cuarto en
penumbra, donde un hedor que Romano jamás había percibido llenaba el aire.
En la cama, una joven que, a pesar de su estado, aún resplandecía con una extraña pero indudable
belleza.bEl Chueco no dudó en hacer un comentario de los muy suyos: “Te
dije que te la echaras, pero no completa pinche, Hernié”.
Ernesto le atinó un zape con malicia, y sin decir nada camino hacia un salón donde sus padres tenían una pared llena de licores y otros vicios menos legales. Él y sus amigos podían
servirse sin descaro, excepto por una botella roja, que, según la madre de Ernesto, mataba gente con una risa histérica. Sin ofrecer nada a los demás, el joven en mal estado comenzó a empinarse la botella que encontró a la mano, Romano le observaba intrigado por la falta de comunicación, Ernesto tenía la costumbre de llamarle para avisarle que iba a comenzar a
copular, minutos después el timbre sonaba y era de nuevo su camarada, con proezas y ridiculeces que habían sucedido en el acto. Pero esta vez fue diferente, no supo hasta ese momento
por voz del Chueco, que sus dos amigos, inclusive “Dot”,
asistieron la noche pasada a una fiesta con la difunta…